Domingo anodino en la redacción de El Fundidor (sí, domingo; el trabajo periodístico no sabe de días de descanso; ergo: Dios no podría ser periodista). Afuera, la nieve cubre todo cuanto podemos ver. El invierno es blanco, frío y duro, como un bidé. Cuando ya estamos a punto de ser sepultados por el óxido de la rutina, la sinuosa figura de Pamela, bestial secretaria de nuestra sección, aparece para cortar el tedio con un sobre que acaba de ingresar por mesa de entradas. Se trata de una invitación para cubrir el festejo del Día del Niño en la Fundación Felices los Mismos. Emocionados, salimos hacia allá sin más demoras.
Al llegar, en la puerta nos piden el santo y seña. Como se nos había indicado en la invitación, al unísono decimos:
–Duda razonable.
La puerta se abre.
En el interior del enorme predio de la Fundación, vemos niños que corren por doquier, algunos con bonetes, otros con collares de flores. Minutos después, nos recibe el padre Grassi, todo sonrisas. Él mismo porta un simpático bonete multicolor.
–Bienvenidos, muchachos –nos dice el cura mientras nos palmea las espaldas–. Pásenla lindo que necesitamos buena prensa. Por dos páginas de buen trato les doy al rubiecito aquel que está en el arenero. No saben lo que es... ¡Otra que el enano chupatierra!
Tras varios segundos de contemplar divertido nuestras caras de estupor, explica:
–¡Pero no, boludazos! ¡¿No ven que los estoy jodiendo?! ¡Jajajaja! ¡Se la re comieron!
Más tranquilos pero no menos sorprendidos, continuamos con la visita. Indudablemente, el padre Grassi es dueño de un sentido del humor envidiable y poco común. Decidimos ponerlo a prueba. El menos escrupuloso de nosotros es quien se anima a romper el hielo.
–¡Grassi! Me llora el nene, ¿no le das un besito? –increpa, imprudente.
El cardenal Bergoglio, invitado especial a la celebración, disiente con nuestra actitud.
–Me parece que se fueron a la mierda –sentencia.
Otro invitado de honor, Héctor Rodolfo “Bambino” Veira (“un colega”, según el anfitrión), descorcha un champán y llama a cortar con la mala onda.
Aprovechando la confusión, nos escurrimos por los pasillos, hasta encontrarnos en los aposentos del cura benefactor. En la puerta, una estrella dorada de cinco puntas y, debajo de ella, una placa también dorada identifican la habitación: “GRASSI”, dice, al estilo de los camarines de Hollywood.
Cuidadosamente, nos deslizamos al interior del dormitorio. Nos asombran el brillo, la suntuosidad, el glamour, la sensualidad de todo cuanto decora la alcoba. Los materiales utilizados van desde la seda hasta el látex, pasando por el cuero, el satén, y el acero inoxidable.
Dos grandes retratos coronan la cabecera de la cama matrimonial en forma de corazón. En uno, Domingo Cavallo, amigo y benefactor, sonríe amistoso; en el otro, Raúl Portal, defensor acérrimo, conquista con su reconocida buena onda.
Un guardia de seguridad nos sorprende en plena intromisión y, sin preguntar, nos dispara a las piernas. A los tiros, somos desalojados del suntuoso predio de la Fundación. Al llegar a la vereda y ponernos a salvo de las balas, recuperamos el aire y nos juramos mil veces no volver jamás. El periodismo no puede darse el lujo de perder a informadores de nuestra calidad.
Al llegar, en la puerta nos piden el santo y seña. Como se nos había indicado en la invitación, al unísono decimos:
–Duda razonable.
La puerta se abre.
En el interior del enorme predio de la Fundación, vemos niños que corren por doquier, algunos con bonetes, otros con collares de flores. Minutos después, nos recibe el padre Grassi, todo sonrisas. Él mismo porta un simpático bonete multicolor.
–Bienvenidos, muchachos –nos dice el cura mientras nos palmea las espaldas–. Pásenla lindo que necesitamos buena prensa. Por dos páginas de buen trato les doy al rubiecito aquel que está en el arenero. No saben lo que es... ¡Otra que el enano chupatierra!
Tras varios segundos de contemplar divertido nuestras caras de estupor, explica:
–¡Pero no, boludazos! ¡¿No ven que los estoy jodiendo?! ¡Jajajaja! ¡Se la re comieron!
Más tranquilos pero no menos sorprendidos, continuamos con la visita. Indudablemente, el padre Grassi es dueño de un sentido del humor envidiable y poco común. Decidimos ponerlo a prueba. El menos escrupuloso de nosotros es quien se anima a romper el hielo.
–¡Grassi! Me llora el nene, ¿no le das un besito? –increpa, imprudente.
El cardenal Bergoglio, invitado especial a la celebración, disiente con nuestra actitud.
–Me parece que se fueron a la mierda –sentencia.
Otro invitado de honor, Héctor Rodolfo “Bambino” Veira (“un colega”, según el anfitrión), descorcha un champán y llama a cortar con la mala onda.
Aprovechando la confusión, nos escurrimos por los pasillos, hasta encontrarnos en los aposentos del cura benefactor. En la puerta, una estrella dorada de cinco puntas y, debajo de ella, una placa también dorada identifican la habitación: “GRASSI”, dice, al estilo de los camarines de Hollywood.
Cuidadosamente, nos deslizamos al interior del dormitorio. Nos asombran el brillo, la suntuosidad, el glamour, la sensualidad de todo cuanto decora la alcoba. Los materiales utilizados van desde la seda hasta el látex, pasando por el cuero, el satén, y el acero inoxidable.
Dos grandes retratos coronan la cabecera de la cama matrimonial en forma de corazón. En uno, Domingo Cavallo, amigo y benefactor, sonríe amistoso; en el otro, Raúl Portal, defensor acérrimo, conquista con su reconocida buena onda.
Un guardia de seguridad nos sorprende en plena intromisión y, sin preguntar, nos dispara a las piernas. A los tiros, somos desalojados del suntuoso predio de la Fundación. Al llegar a la vereda y ponernos a salvo de las balas, recuperamos el aire y nos juramos mil veces no volver jamás. El periodismo no puede darse el lujo de perder a informadores de nuestra calidad.
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